Nunca le hagas a nadie un monumento en vida
Las películas policíacas donde los hombres poderosos resultan ser corruptos de los que hay que cuidarse, donde el dogma de “la justicia prevalece” se ve objetado y donde las instituciones encargadas de mantener el orden son mandadas a juicio sobran en el cine norteamericano. Es por ello que retrotraerse a 1958 y ver que una cinta que trata temas tan recurrentes hoy en día parezca tan actual es un mérito doble para la película que nos ocupa. Ésta es, quizá, una pizca de la magia de Orson Welles.
Y digo una pizca porque el genio de Welles tiene muchos ingredientes y en Touch of Evil todos parecen mezclarse en la cantidad justa para lograr que su mítica reputación se convierta en una realidad ante los ojos de este humilde espectador que se inicia en su cine.
Ya desde el comienzo, corta la respiración el espectacular plano-secuencia, que tan merecidas alabanzas ha cosechado a través del tiempo, donde el director logra introducirnos de lleno en el mundo de la película aún cuando desconocemos totalmente los recovecos en los que se meterá la historia. Pues poco o nada tiene que ver, al fin y al cabo, el suceso inicial más que para servir de disparador de los hechos verdaderamente importantes.
El reparto hace un trabajo destacable, sobre todo el dúo Welles (cuando no)/Heston, protagonistas absolutos de una cinta cuyos secundarios no tienen gran peso y sirven sólo de espectadores del gran duelo entre las personalidades de los personajes principales: El Detective Hank Quinlan (Welles) antiguo y respetado detective, institución inamovible de la policía, de ambigua moralidad y turbulento pasado; y Manuel Vargas (Heston), hombre joven, recién casado y más idealista con respecto a la justicia. Ni siquiera Janet Leigh, en la piel de la esposa de Vargas, y Akim Tamiroff, como un pintoresco mafioso de turno, trascienden el papel subsidiario que la historia les otorga.
Si algo se le puede achacar a la cinta es que tarda bastante en arrancar, lo cual se debe a que el corazón de la historia aparece bastante avanzado el metraje y, en la primera hora, todo se nos presenta demasiado confuso. Aún así, cuando arranca arranca y los últimos 25 minutos son verdaderamente magistrales.
Al terminar de verla no pude evitar acordarme de la gran estatua de Ronaldinho que los brasileros quemaron en Chapecó tras el frustrante paso de su selección por el mundial del año 2006. Por eso no hay que hacer un monumento a las personas mientras están vivas, me decía un amigo ese día. Los monumentos son para los muertos y para los Dioses, pues mientras el hombre tenga aliento, y siga siendo hombre, siempre tendrá una posibilidad de tener un pequeño roce con el mal.
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