Ojito a lo que dicen los críticos españoles de la nueva de Haneke. Qué cojones estaré haciendo yo por este tugurio llamado Mallorca, joder.
La cámara de Haneke se mantiene durante dos horas en el mismo escenario, en esa casa de techos altos, parqué impecable, llena de libros, discos y pinturas, en la que durante muchos años se respiraba paz y plenitud. Siguiendo a un hombre que cuida con ternura, impotencia y progresiva desolación a la mujer de su vida, que comparte con ella recuerdos felices, sabiendo en el fondo y transmitiéndonos a los espectadores que su último acto de amor será irremediablemente trágico. Ser testigo de esa tensión y ese sufrimiento te deja abrumado, con el cuerpo y el espíritu revueltos, deseando que se acabe y volver a respirar en la calle. O sea, Haneke ha vuelto a lograr lo que se propone con su cine sombrío, retorcido y perverso.
Carlos Boyero – El País
Michael Haneke vuelve a sorprender en Amour con una de esas películas condenadas a quedarse tatuada en la retina. De nuevo, la estrategia del director consiste en presentar cada acción de frente, sin trampas, sin excusas, sin dejar que el espectador se acomode un sólo segundo en la impostura del melodrama; en la impudicia de la lágrima. Y, pese a ello, pese a la aparente frialdad, cada segundo de metraje conmueve. Conmociona y arrasa. La cámara del director se mantiene, pudorosa y desafiante, a la altura de los ojos para dejar que sea la mirada (la del espectador y la del actor) la que escriba su propia historia. No hay drama. El drama mancha de cosas tan pringosas como las excusas; las excusas para emocionarse. La emoción, la de verdad, surge desnuda en cada fotograma esculpido con una simétrica perfección. Todo resulta tan contundente, tan brutal, tan limpio, que duele. El cine de Haneke duele. Amour debería estar en el palmarés. Y lo estará.
Luis Martínez – El Mundo
El director austríaco es temible, pues hurga en los agujeros como una comadreja hasta que cobra la pieza; en esta ocasión, la pieza es de caza mayor, pues persigue el amor en su última dimensión, y no en la primera, tan colorida, fresca, aromática, hermosa y deseable. La mirada de Michael Haneke trata, como siempre, de estar desprovista de los cuarenta grados de fiebre, aunque en esta película no consigue mantenerse lejos, ni frío: se lo impide la temperatura brillante de Jean Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, que arrasan con todas las precauciones emocionales que el director o el espectador pretendan tener. Es un trabajo tan bueno, tan cargado de sentimiento, que parece un milagro que no caiga en un solo momento en ninguno de los muchos agujeros sentimentales que podría haber. No. Amor se mantiene en una línea casi imposible entre el corazón y la cabeza
E. Rodríguez Marchante – ABC
Michael Haneke está planchando la pajarita y alquilando el esmoquin para recoger su segunda Palma de Oro. Amour se la merece más que La cinta blanca, porque recompensaría un necesario cambio de registro en la carrera del director austríaco. Es una película de una sencillez desarmante: la austeridad de la puesta en escena está al servicio del drama, rechaza cualquier tentación enfática. Es imposible salir indemne de ver Amour. La desnudez de su planteamiento pone las cartas sobre la mesa sin falsas coartadas. Trintignant y Riva están más allá de la entrega: no pueden existir dos actores que se comprometan más con sus personajes.
Sergi Sánchez – La Razón
En cambio la de Vinterberg dejó más bien frío al personal, cosa que no me extraña, porque des de su celebrada Celebración no se le ha vuelto a ver el pelo...