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'Palmeras en la nieve': Cómeme el coco, negr@

Vía El Séptimo Arte por 25 de diciembre de 2015

Clarence está viviendo un sueño. Guinea Ecuatorial es el paraíso terrenal, y ella se encuentra allí. Allí mismo. Eso sí, las cosas no empezaron del todo bien. Solo salir del aeropuerto, vio claro que tendría que picar mucha piedra si quería que la relación con su sherpa no derivara a las primeras de cambio en episodios de excesiva tensión. Sin malpensar, eh... que ella no es una de ésas que va a África para... bueno, para esto. Ella sólo quería llevarse bien con todo el mundo, porque ella es así de buena gente, pero la verdad es que al principio las cosas no empezaron con muy buen pie. ¿Ya lo habíamos dicho? Bueno, resulta que el sherpa iba con prisa porque tenía que irse pitando a otro lugar a recoger a otro tipo, y esto a él ya le producía mucho estrés. Porque a él si algo no le gustaba era llegar tarde a los sitios, que luego los europeos venían a su país y le freían a coñas sobre si esto con ellos no pasaba, que si en África no se ha conocido nunca el concepto puntualidad... que si tal, que si cual... que al hombre todo esto le ponía negro.

Y muy negras pintaban las cosas, como se ha dicho, entre Clarence y el sherpa. En el ambiente había además mucho resentimiento colonial. Hay que entenderlo, él era muy de Guinea Ecuatorial, mientras que ella, aunque su nombre indicara todo lo contrario, era a tope de Huesca. El pasado no jugaba a favor de nadie, vaya... pero mira, cuando uno quiere, dos no se pelean, y ella nunca fue muy de pelearse. Al mal tiempo buena cara, y así, entre sonrisitas, ojos brillantes y algún que otro comentario coqueto, el corazón de ambos fue fundiéndose. Al unísono, sin marcha atrás que valiera. Ya lo dicen, el roce hace el cariño, y éste, a veces, desemboca en el amor más pasional. Y al sueño volvemos. Los tontos reproches del principio dejaron paso a las muestras de afecto más inconfundibles, hasta que a él se le ocurrió que ella, por muy guiri que fuera (y joder si lo era), a lo mejor podría ser digna de conocer los secretos mejor guardados de su querida isla.

Ruta secundaria aquí, atajo inesperado allá, curva a la derecha, curva a la izquierda, elegante derrape final y... el edén. Ante los enamorados, un paisaje sin igual. Una playa descomunal de arena blanca precedía un mar infinito azul turquesa atravesado por un pedrusco gigantesco. Esto último atrajo la atención de la turista. ''Oye cari, ¿esto qué es?''; ''Es el guardián de nuestras tierras''; ''Vaya, es precioso...''; ''Lo sé, y además te va a dar una idea de las dimensiones que te vas a encontrar ahora''; ''¿Perdona? No te he entendido''; ''Pues esto... chúpamela, preciosa'' Antes de empezar a pronunciar la última frase, el hombre ya se había desnudado, demostrando, de paso, que el mítico acertijo de la Esfinge no tuvo en cuenta a superdotados como él. Hubo unos momentos de silencio, cierto, pero éste para nada fue incómodo. Al contrario, fue la confirmación final de que ahí iba a pasar algo muy homérico... y que en nueve meses, aquella tranquilísima comunidad, iba a conocer seguramente un repunte en la natalidad que no se daba desde que los españoles empezaran a violar a placer a las nativas.

Y hablando de culpa histórica, hará unos cincuenta años (lustro más, lustro menos), el bueno de Kilian decidió dejar de hablar LAPAO para aprender a chapurrear el inglés. La familia se lo exigía. Había bocas que alimentar y medicamentos que comprar, y en aquel entonces, Aragón no estaba para suministrar demasiados bienes. La crisis... ya la conocen. Tocó recoger, preparar las maletas y hacer las áfricas, donde todavía quedaba algo de trabajo digno. Éste consistía, mayormente, en arrebatar la dignidad de los demás, pero eh, así son todas las relaciones laborales, ¿no? Kilian, en cualquier caso, no era uno de estos monstruos de la metrópolis. No estaba en su naturaleza bondadosa el aprovecharse de nadie. En ningún sentido. Que él no había ido allí a olvidarse de España, que a él aprovecharse de la ingenuidad de las del extrarradio era una idea que, al menos a priori, tanto no le tentaba... Pero es que joder, al final somos todos humanos, ¿no? Y la carne es débil, ¿no? Y el cuerpo de vez en cuando lo que nos pide es esto: una alegría... ¿no?

Y así es como 'Palmeras en la nieve' tiende puentes, que de esto debería ir mucho España, en general. De lo que se trata aquí es de unir pasado con presente, Europa con África y, para dejarnos de tanta tontería, el pene con cualquier agujero donde éste se sienta a gusto. Lo mismo que afianzar los frutos de una noche de ligoteo de bares con un poco de poesía de, precisamente, bar de mala muerte. Que a lo mejor nos estamos saltando las bases un poco rápido y necesito darle al asunto algo de trascendencia (por muy barata que sea ésta), ni que sea para no sentirme como el peazo animal que realmente soy. Pues exactamente esto. Como si todavía tuviéramos que pedir perdón por esa erección; por ese empitonamiento; como si aún nos forzáramos a encontrarle un sentido doble a esto de ir a ver el torso desnudo de Mario Casas... Como si, en definitiva, esto fuera 1953, ¿lo pillan? ¿Entiende alguien que todo esto a lo mejor no sea más que una retahíla de crónicas transgeneracionales sobre el turismo sexual? Fernando González Molina parece que sí lo pilla, y es quizás por esto que impregna su nuevo trabajo del encanto rancio de esa época que, para el bien de todo el mundo, ya pasó. Somos como somos, pero nos sigue dando miedo que se nos vea el plumero. Así de triste.

Y es que si de algo va sobrada 'Palmeras en la nieve' es de la añoranza. Hacia lo perdido (en general) y hacia una manera de hacer cine que, visto lo visto, perdura. Lo hinchado y apolillado como algo pretendidamente sexy... solo que no. El producto ni disimula ni renuncia al prefijo ''súper-'', lo cual, más que descubrirse como ejercicio de nostalgia (que un poco sí), cabría interpretar más como un claro síntoma del subdesarrollo atávico (o atraso histórico) de nuestra industria. No ofende a la vista (todo lo contrario); pero sí al paladar mínimamente exigente. Don Dinero es, por cierto, y por supuesto, causa directa de ambos síntomas. El cine, ya lo ven, se erige una vez más en fiel reflejo de su entorno. Tan nítido que por mucho que nos regale la vista, no por ello deja de dar cierta vergüenza. Dolería más si el propio sistema careciera de mecanismos para compensar sus propias anomalías. Obviamente no es el caso. Por ejemplo: Cinco nominaciones de la Academia. A la Mejor canción, a la Mejor dirección de producción, a la Mejor dirección artística, al Mejor diseño de vestuario y al Mejor maquillaje y peluquería. Que sí, vale, que son los Goya... pero que peor sería estar entre los finalistas de los Razzie, ¿no? Suerte, y que la Fuerza la acompañe en taquilla.

Nota: 4 / 10

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol


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