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'Magia a la luz de la luna': Nada nuevo bajo la luna

Vía El Séptimo Arte por 05 de diciembre de 2014

Suele decirse, y con mucha razón, cabe añadir, que nunca nos enamoramos de la persona que finalmente conoceremos. Miren, si no, a la pareja perfecta (?) de los Dunne, unidos por una mentira recíproca; por una ilusión que el uno lanzó al otro (y viceversa), resultado de la suma de la persona que deseaban ser, más la persona de la que creían que se enamoraría su media naranja. Ciclo cerrado, y primer silogismo sobre la mesa: el amor es, directamente, una mentira. Una invención en la que hemos decidido creer, por simple y pura necesidad dopamínica. Tracemos ahora, la metáfora. El amor es... como el espiritismo, es decir, esa trola que no nos tragamos hasta que creemos haber dado con ella. Mientras esto no sucede, permiso (auto)concedido para reírse, a carcajada limpia, de esos pobres ilusos que tienen la desfachatez de considerarse creyentes. Si es que hay que ser estúpido...

... para atrincherarse en cualquiera de los dos bandos. Pero ya se sabe, el conflicto nos persigue, porque, de hecho, nosotros le perseguimos a él. ¿Guerra de sexos? Sí. ¿Lucha entre clases sociales? También. ¿Confrontación encarnizada entre posturas filosófico-vitales irreconciliables? Por supuesto... Y como casi siempre con Woody Allen, una pizca de ese ''trigo'' que tan bien condensa el carácter irrisorio de nuestra propia existencia. Agítese con cuidado la mezcla y sáquese la sustancia del envase... para comprobar que el resultado se ha encarnado en un tipejo eternamente peleado con el mundo que le rodea, y cuyo mayor don consiste en transformar su amargura interior en un sarcasmo convertido, de repente, en un arma arrojadiza que, cuidado, puede juguetear con el siempre peligroso efecto boomerang. Nosotros, que lo vemos desde fuera, nos reímos. Porque se mantiene la distancia, y porque en ocasiones ésta se reduce a mínimos que rondan el cero absoluto.

''Todos se han perdido menos yo'', dijo el intrépido aventurero. ''Todos han perdido el juicio menos yo'', dice ahora el mundialmente famoso Wei Ling Soo, ilusionista del Lejano Oriente quien en realidad responde al muy británico nombre de Stanley. Recuerden, todo es mentira, y de esta misma mentira se enamoró, hace tiempo, una niñita que, en su camino para dedicarse a la magia profesional, descubrió que era poseedora de unos asombrosos poderes paranormales que bajo ningún concepto tendría que quedarse para ella solita. Pocos años después, ella y su madre se encuentran en una ostentosa villa del sur de Francia, propiedad de una adinerada familia burguesa americana que está aprendiendo a superar la reciente muerte de uno de sus más queridos miembros. El amor... que sea mentira o no, hace cometer locuras (cantar sonatas con un ukelele, por ejemplo). Resulta que los millonarios quieren echar mano de las dotes de la muchacha para ponerse en contacto con el más allá... lástima que la sala esté llena de escépticos que llenan el ambiente de malas vibraciones.

Como si se tratara de una versión allenesca de las 'Luces rojas' de Rodrigo Cortés, la historia de 'Magia en la luz de la luna' se sustenta en el McGguffin del conflicto entre fe y razón, o para emplear la jerga al uso, entre la explicación científica del truco de magia y la más firme creencia en la videncia. Una excusa tan buena como cualquier otra para que el incombustible genio neoyorquino se mueva como pez en el agua, y muy felizmente, en los felices años veinte. Por supuesto, el lugar y la época son lo de menos, ya que lo que tenemos aquí es la enésima repetición de los personajes, esquemas y situaciones de -casi- siempre, con trajes y accesorios que, también, son repetidos de otras ocasiones. El chico conoce a la chica y, a primera vista, la odia, solo que... El resto del camino, hasta llegar al previsible desenlace, lo recorreremos al lado de uno de esos embaucadores (en el buen sentido de la palabra) cuyas triquiñuelas parecen haber envejecido, pero a decir verdad, de forma muy digna.

Y es que al fin y al cabo, 'Magia a la luz de la luna' viene a ser la constatación de algo que ya sabíamos o, por lo menos, y más a estas alturas, nos olíamos: el Woody Allen más discreto (el de ahora, vaya), sigue estando por encima de la mediocre media marcada por el género. Es ésta una comedia romántica que seguramente va a olvidarse con la misma facilidad con la que se disfruta. Virtud ésta última que corre a cargo de los activos con los que se podía contar antes de empezar la sesión. A saber, la ligereza y la simpatía con las que se desarrolla la trama, la naturalidad con la que los actores (especialmente la encantadora pareja protagonista compuesta por Emma Stone y Colin Firth) abordan a sus respectivos personajes, el ingenio de un guión que a pesar de que vaya al ralentí sigue mostrándose satisfactorio en lo que a dosis de humor marca de la casa se refiere... en definitiva, un simpático ejercicio de mínimos tan llevadero y placentero como aquel amor que quizás no lograra que te reconciliaras con el resto de la humanidad... pero sí que, al menos, durante unos instantes, la vieras con ojos más complacientes.

Nota: 6 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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