Buscador

Twitter Facebook RSS

'A propósito de Llewyn Davis': Ulises ahorcado

Vía El Séptimo Arte por 31 de diciembre de 2014

Antes de empezar, mientras vosotros acabáis de acomodaros y de pedirle la consumición al camarero, y mientras yo acabo de afinar la guitarra, hay algo que me gustaría pediros:

Colgadme, oh colgadme; estaré muerto y enterrado. No me importaría el ahorcamiento, sino yacer durante tanto tiempo en una tumba, pobre de mí, he rondado por todo el mundo. Anduve por Cape Gigardeau y estuve en partes de Arkansas. Pasé tanta hambre que podría haberme escondido detrás de una espiga, pobre de mí, he rondado por todo el mundo. Subí a una montaña y ahí me quedé. Con un rifle en el hombro y una daga en la mano, pobre de mí, he rondado por todo el mundo. De modo que, colgadme, oh colgadme; estaré muerto y enterrado. No me importaría el ahorcamiento, sino yacer durante tanto tiempo en una tumba, pobre de mí, he rondado por todo el mundo. Atad la soga alrededor de mi cuello y colgadme bien alto. Las últimas palabras que les oí decir fueron ''No pasará mucho hasta que te mueras'', pobre de mí, he rondado por todo el mundo. De modo que, colgadme, oh colgadme; estaré muerto y enterrado. No me importaría el ahorcamiento, sino yacer durante tanto tiempo en una tumba, pobre de mí, he rondado por todo el mundo.

Tranquilo, les pasa a todos. Espero a que te recompongas y a que recojas todo lo que se te ha caído. No hay prisa... Y ahora que por fin me escuchas de verdad, quizás debería ponerte un poco en situación, pues la historia de hoy no empieza ahora, sino hace más o menos medio año. En un templo compuesto por varios templos. Un santuario en el que quizás faltarán toldos y carpas para que la parroquia no se quede calada hasta los huesos mientras espera pacientemente a que empiece una nueva película. Ahí, los encargados de seguridad tal vez busquen, demasiado a menudo, las cosquillas a los asistentes al que está considerado como uno de los eventos más distinguidos del mundo... pero no importa, porque está claro que en Cannes; en LE Festival, la organización está a otro nivel. Los horarios se respetan a rajatabla. Las salas de desalojan a la misma velocidad -de crucero- con que se llenan. Los refrescos y el café corren a cuenta de la casa (gracias). La separación entre las castas de la prensa es algo tan o más sagrado que los directores (perdón, los autores) que van allá para presentar sus nuevos trabajos. Parece que todo está calculado al milímetro... lo cual no implica que no queden algunos misterios por resolver.

Por partes. Llegada una determinada jornada de una de las ediciones históricamente más celebradas de EL certamen, nos tocó luchar contra el sueño durante la sesión matinal de la aburridísima 'Jimmy P.'. Ni caso, en serio. La batalla se ganó in extremis quizás porque el terreno de juego acompañaba. El Grand Théâtre Lumière es, no sin razón, la joya de la corona de la Croisette. Este alarde de ingenio a la hora de conjugar grandes magnitudes con funcionalidad (no malpiensen) desprende a la vez ese solemne e impertérrito respeto hacia el séptimo arte. Quizás sonará un poco cursi y pretencioso (ya que estamos, quizás llevábamos demasiado cine francés encima), pero allí se siente uno, en cierta medida, parte de la historia de este loco mundillo. Allí, cerrar los ojos y roncar es un sacrilegio en el que tarde o temprano se cae, pero igualmente imperdonable. Allí, dicho sea de paso, cabe casi todo el mundo.

No puede decirse lo mismo de la sala Debussy, segunda en discordia, que reproduce todas las virtudes de la anterior pero a escala menor... o a escala no-tan-grande, si se prefiere. Hay que tener todo esto en mente a la hora de tratar de adivinar qué demonios debió pasar por la cabeza de los programadores cuando decidieron relegar a una de las películas más esperadas de aquella esplendorosa 66ª edición a ese segundo plano que es la Debussy. Lluvia intensa, colas quilométricas y tensión creciente entre los que nos veíamos fuera y, efectivamente, nos quedamos fuera. Entre el primer intento fallido y el segundo (con canasta incluida desde medio campo y sobre la bocina), tiempo para algo que por ahí escasea mucho: la reflexión. De acuerdo con que 'A propósito de Llewyn Davis' es visualmente, y siempre a simple vista, poco atractiva (la fotografía a manos de Bruno Delbonnel es un acierto cuya comprensión requiere tiempo), ¿pero tan malo sería lo nuevo de los Coen? Sería esto. Claro. ¿Por qué si no nos pusieron tantas trabas para verla? Porque no valdría nada. Sería esto. Sería que los de Minnesota nos fallaron...

... Va a ser que no. 'A propósito de Llewyn Davis' (homenaje nada velado al vinilo ''Inside Dave Van Ronk'', hito histórico de la música folk) es, puede decirse así de claro, un prodigio. Una delicia. El ''por qué'' es tan difícil de explicar cómo fácil de apreciar. No en vano, el tema central de la película parece -y sólo parece- ser, así en general, la música, que como cualquier arte, es algo de lo que prácticamente nadie tiene ni pajolera idea. Ni falta hace decir que en el cine (y obviamente aquí se incluye un servidor), se cumple la misma regla dorada. Y ya que estamos, ¿por qué tantos miembros de la prensa especializada tuvimos que esperar un milagro para poder ver dicha joya? Ni idea. ¿Será porque algún programador demostró, en efecto, no tener ni puñetera idea? Misterios. Y hasta aquí la sección ''haciendo amigos'' de rigor, porque en breve va a tocar ir rellenando una nueva solicitud de acreditación.

De vuelta al cine, se apagan las luces de la sala y se enciende un foco que nos descubre a un cantante y a su guitarra. Silencio y por delante un contenido pero sobrecogedor número musical de cinco minutos. Aproximadamente doscientos cincuenta segundos para ponerse al público en el bolsillo. Misión cumplida. Silencio y por delante cien minutos más para cumplir la promesa de que esta nueva odisea joyceana (y con esta van...) se instalará durante mucho tiempo en nuestra memoria. ¿Cuál fue el problema de 'Un tipo serio', la penúltima hasta la fecha en el currículum de los Coen? Que era demasiado suya. ¿Qué fallaba en 'Valor de ley', la última? Que, dentistas con piel de oso aparte, era demasiado de Portis... y demasiado poco suya. 'A propósito de Llewyn Davis' es, por el contrario, una brillante reivindicación, desde el primer al último fotograma, de su inconfundible toque personal. El que enamora sin problemas. El que fluye sin esfuerzo aparente, ni por parte del emisor ni tampoco del receptor. Los auténticos genios demuestran su condición sin despeinarse, ya se sabe. Y ahí queda la certeza de que pocas veces el factor Coen había estado tan bien medido / justificado / aprovechado / celebrado.

Con el folk de los 60 flotando en el aire y con Bob Dylan esperando a la vuelta de la esquina, Joel y Ethan nos presentan a su última perla, ''el hermano idiota del rey Midas, que convierte en mierda todo lo que toca''. Llewyn Davis, de pelo rebelde, es un patético rebelde peleado con el mundo. Es un desgraciado de enciclopedia. Peor aún, es un ''looser''. Mientras rasga las cuerdas (las de su instrumento y las vocales), intenta averiguar en qué sofá podrá dormir esa noche, con quién tendrá que gritarse (o zurrarse) cuando baje del escenario y cómo demonios se engañará para no apagar el sueño de mantener vivo a su arte. Oscar Isaac, genial en las broncas, en los comentarios incisivos, en las canciones (en definitiva, en la auto-fustigación), va al apartamento de Carey Mulligan, quien se deja el alma en cada palabrota que sale de su boca (especialmente en las siete letras que resultan en ''asshole'', puñal que se muestra aquí en su esencia más pura). Compartiendo las mismas paredes está Justin Timberlake, quien vuelve a hacernos creer que es buen actor. Éste va a dar paso al vozarrón de Adam Driver, quien poco después nos presentará a Garrett Hedlund, tremendo en la ausencia de decibelios... y cuando creías que no querías oír nunca jamás la palabra ''bullshit'', va John Goodman y le da un nuevo sentido. Y la sala, sea cual sea, ríe... hasta se emociona.

Como sucediera con la formidable 'El gran Lebowski', tal vez, quién sabe, la comedia más efectiva jamás filmada, cada personaje merece un spin-off. Cada representante, músico y animal que aparece en pantalla deja en la boca el agridulce sabor del amor más fogoso: la adicción surge de la nada y te abandona con cara de tonto y, por supuesto, con el mono. 'Inside Llewyn Davis', que así se titulaba entonces, terminó. Silencio y muchos aplausos. Otra duda ¿No podría haber durado más? ¿Sólo un pelín? Por supuesto, pero así está perfecta. El solidísimo guión (uno de los mejores en la carrera de los Coen, y ya es decir), portento del mejor humor judío y, claro, coeniano, cierra magistralmente el ciclo. El trayecto y la culminación, como pedíamos, hacen acopio de esa lógica marciana marca de la casa (o de ese ''American Weird'' del que Ethan y Joel son maestros absolutos). De esa excusa inagotable que, para la ocasión, se viste de vieja tartana para llevarnos con maestría a través de un invierno inclemente convertido de repente en devastador y desternillante cuento sobre el contundente encanto -y ternura- del fracaso. Hablando de... Con la suerte de haber vivido la experiencia, el fallo imperdonable en la parrilla de Cannes, obra de vaya usted a saber qué lógica, ya no lo parece tanto. Magia.

Negra o blanca, imposible discernir, porque el arte, como aquel deporte del que -ni lo duden- nadie tiene ni puta idea, ''es así''. Es la salvación y a la vez el martirio; la única razón para querer seguir viviendo en un castigo cuya circularidad es de una contundencia cruelmente clásica. Súfranlo o disfrútenlo, pero ni se les ocurra tratarlo de entender. Porque hablamos de una película que, seis meses después de su puesta de largo oficial, todavía no se sabe si es una de las mejores comedias o, por el contrario, uno de los mejores dramas en la excelsa carrera de sus autores. Seguramente tenga un poco de las dos facetas... o quizás sea ambas en su totalidad. Pobre de mí, he estado en todas las salas de cine de Cannes, ¿qué importa dónde me tocó ver por primera vez 'A propósito de Llewyn Davis'? Al artista no lo hace el escenario (ni la época, créanme). ¿O acaso no fueron incontables los genios que se pudrieron en el tugurio del Gaslight Cafe, en el Village de Nueva York, mientras otras muchas mediocridades se cubrían de gloria en la imponente Gate of Horn de Chicago? Lo mismo con el Lumière, la Debussy, la Buñuel... y todos los cines a punto de cerrar que vengan a la mente. La tragedia, rotunda en su comicidad, al igual que la tracklist con la que convive en inquebrantable simbiosis, está por encima del lugar donde se produce su maravillosa narración. De modo que, colgadme, oh colgadme; estaré vivo y agonizando... dondequiera que me queráis encontrar.

Nota: 8,4 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

< Anterior
Siguiente >