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Previsiblemente autorales

Vía Festival de Cannes por 21 de mayo de 2016

El cine de autor es, para entendernos, y para no andarnos con demasiados rodeos, aquel cuyas películas muestran, en mayor o menor grado, las filias, fobias, neuras, anhelos, etc. de quien se encuentra moviendo los hilos detrás de las cámaras. Este personaje, por lo normal, es el director del film, y dependiendo de la liberta de la que disponga durante el proceso de producción (y/o de su pericia en el oficio) conseguirá que el producto final le acabe reflejando a él mismo. ¿Puede incluirse a alguien de la calaña de Michael Bay en esta categoría? Desde luego, y sino, miremos de nuevo (que nunca está de más), 'Dolor y dinero', aquel despiporre en el que Jesucristo, Estados Unidos, el fitness y la cocaína aparecían (explícita e implícitamente) en absolutamente cada una de las situaciones propuestas. Aquello era, sin duda, pura personalidad; pura necesidad de contarle al mundo, a través de lo que supuestamente mejor se sabe hacer, cómo es uno, qué es lo que pasa por su cabeza o, para emplear la jerga al uso, por sus testículos.

Tampoco se levantan excesivas sorpresas cuando la organización de Cannes (y todos los que la seguimos como los borregos que somos) proclama por todo lo alto que aquí, y sólo aquí, es donde se encuentra la Meca del cinéma d'auteur, que para nada en el mundo debemos aceptar imitaciones, que durante los once días (doce para los que estamos enfermos) que dura el festival, se nos garantiza que dicho concepto no es que se vaya a respetar... es que se va a venerar como se merece. Sí, vale... pero entonces, ¿qué ha pasado hoy a primera hora en el Lumière? ¿Por qué esos gritos? ¿Y esos abucheos? ¿Y esos insultos? ¿Por qué tanto mal rollo dirigido hacia una película? ¿Será que se ha colado una del ''cine comercial''? No, y tampoco sería la primera vez. ¿Será que la cosa era más impersonal que Kristen Stewart delante de una pared blanca? Tampoco. Al contrario, a 'The Last Face', que éste es el título de la película de marras, se le pueden recriminar muchas cosas (a ello vamos), pero en absoluto el de no pertenecer a ese sagrado panteón del séptimo arte con, supuestamente, más personalidad. Es lo que hay, ¿no querías caldo...?

Pues toma cuatrocientas tazas. ¿Perdone? ¿Pero eran tantas? Pues sí. Ahora sí. Sale a escena Sean Penn. Como director, no como actor, y claro, como aún no nos habíamos recuperado del todo de NWR, nos hemos puesto a temblar. Y efectivamente, así tenía que afrontarse una de las últimas películas a concurso de esta 69ª edición. Con miedo, incluso pánico... y ni así podríamos (ni pudimos) subir a tiempo las defensas. Nada podría prepararnos para tal horror. Para tal bochorno. El filme en cuestión es, dígase ya, uno de los peores que he tenido que ver en cualquier sección competitiva de cualquier festival (y créeme, me he dejado caer muerto en certámenes muy extraños). Es tan impresionante (en el mal sentido) que sólo encuentra posible rival en la que, hasta hoy, ostentaba dicho título: 'The Sea of Trees', de Gus Van Sant. Si sumamos una con la otra (con aquella de Lee Daniels, con aquella de Richard Kelly...) llegamos a la perversa conclusión de que, tal vez, una de las líneas más sólidas en la programación de Cannes consiste en dejar en evidencia al cine yankee.

Si éste era el objetivo con 'The Last Face', el éxito ha sido rotundo. La cosa va, mayormente, de amores tormentosos en zonas conflictivas. Javier Bardem, médico sin fronteras curtido en mil batallas, pierde el oremus por Charlize Theron, doctora que justo empieza a probar las amarguísimas mieles de los campos de batalla. Imagínate a Angelina Jolie encargándole una película a Terrence Malic y, como se ha dicho, tápate la boca. Estas nauseas que notas van a derivar, en un abrir y cerrar de ojos, en una serie de violentas arcadas que, aparte de intentar partirte en dos la columna vertebral, serán la antesala de uno de los episodios más traumáticos de toda tu puta vida. Y es cuando te habías hecho a la idea de que la bilis se te iba a colar entre los dientes, te diste cuenta de que en realidad, lo que salía de tu boca no era sino sangre. Litros y litros hemoglobina se escaparon por ahí arriba sin nada que pudieras hacer para evitarlo. Aquello ya había llegado a lo gore.

Y exactamente así es 'The Last Face'. Digámoslo una vez más, de largo, la peor película que hemos visto este año en Cannes. No sólo en la carrera por la Palma de Oro, sino así en general, teniendo en cuenta todas las secciones. Es más, podría conservar dicha consideración, más allá de las fronteras de cualquier festival. No es mala, es infecta. Porque más allá de una técnica que no hay por donde cogerla (el film es visualmente horroroso, está escrito aún peor, tiene unos diálogos de chiste y un uso de la música totalmente ofensivo), tiene el agravante de estar hecha desde la antipática posición elevada de quien se cree moralmente superior. De quien está convencido de estar salvando el mundo... y de que tú (sí, sí, te miro a ti, puto monstruo) no. Y ahí está el qué. De que, ya sea por X o por Y, estás insensibilizado ante el sufrimiento de la raza humana, y que por esto, yo me veo obligado a bombardearte, masacrarte, acribillarte, fusilarte... con los trucos más resultones. Que si subrayado emocional aquí, que si cámara lenta allá... que si carroña por todos los sitios. Hasta conseguir, por lo que haga falta, algo que se acerque a la lágrima.

Y sí, desde luego, es cine de autor, puro y duro. No en las formas, que están mal copiadas, sino en el espíritu que mueve la historia. Recordemos los interesantísimos inicios de Sean Penn en la dirección, con tres títulos que componían un muy apreciable atlas sobre la destrucción humana. En aquellos tres casos, poblaban el universo fílmico del autor una serie de demonios con, precisamente, muchos demonios interiores. Como el propio director en aquella época, en la que andaba muy peleado con los vecinos, las autoridades y el mundo en general. Algo muy divertido, sobre todo si, como nos sucedía a la amplia mayoría de mortales, lo vivíamos todo desde la comodidad de las afueras. Ahora, en el año 2016, el personaje ha cambiado. De lo que trasciende hasta la esfera pública, una misión solidaria equivalente a la de cualquier súper-héroe de la Marvel... y un muy turbio episodio con los señores de la droga mexicanos, en el que el tipo, como quien no quiere la cosa, acaba haciendo de soplón para delatar el escondite del Chapo Guzmán. Desgraciadamente, el hombre ha decidido obviar esto último, y centrarse en aquello que teóricamente va a dejarle a él en mejor lugar. Bardem, ese santo canalla híper-comprometido con la causa, es claramente el alter ego del director, quien para la ocasión se vuelca por completo en el proyecto. Ahí parte de su alma, no hay duda. Ahí está el cine de autor... en sus peores modales. En pleno estado de putrefacción.

Sin este panorama de desolación que ha dejado tras de sí Mr. Penn, lo nuevo de Asghar Farhadi podría haber pasado como una decepción o, al menos, como un sinsabor. Pero al menos el iraní ha conseguido que volvamos al apartamento (ese campamento gitano que tenemos montado en una de las montañas que rodean el municipio) con su regusto no tan amargo en la boca. A 'The Salesman' (retorno del afamado autor a su país natal después de la expedición francesa de 'Le passé') pocas quejas se le pueden poner. Tan pocas, que hasta hace levantar sospechas. Será el reverso negativo de los dos últimos desastres de la Oficial, que ya uno se espera que le den argumentos para rajar (somos así de desgraciados, sí). La película que ahora nos ocupa, es otra de la factoría Farhadi, y da exactamente lo que a estas alturas podíamos esperar de ella. Nada más. Suficiente, pero poco. El guión, amigo de las elipsis, los temas adultos y el diálogo como única solución negociable, se descubre de nuevo como la principal arma del director, y de nuevo, éste sabe aprovecharla como pocos. Una vez más, se trata de ir haciendo más y más grande la bola de nieve.

Que un incidente inicial vaya evolucionando hasta transformarse en un monstruo cuyos tentáculos toquen (más bien agarren) un sinfín de temas que tengan que ver tanto con lo personal como con lo grupal. La propuesta, que es ciertamente apasionante, se queda, a la hora de la verdad, en mucho menos. No por fallos en la ejecución (aunque en esta ocasión el último acto se desmadre un poco demasiado), sino por esa seguridad que el propio Farhadi te contagia, constantemente, respecto a la bajísima probabilidad de que vaya a atreverse con algo. Y no, la verdad es que no. No cabrea, ni mucho menos, porque en lo de siempre, la solidez es casi de acero. En todo lo demás; en todo lo que huela a alternativa o a aire fresco, el silencio es, por primera vez, sepulcral. Y el cine de autor, como esa confortabilísima y a ratos apasionante previsibilidad. Tan seguro como que esto es, efectivamente, la Meca de la autoría. No lo pongas en duda, no te plantees alternativas, cíñete a lo que sabes... Todo esto, así mismo.

Mañana, más.

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol

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