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'Marsella': Madres e hija

Vía El Séptimo Arte por 17 de julio de 2014

Sara lleva años esperando este momento, y ahora que por fin va a llegar, no sabe qué cara poner, ni qué hacer con sus brazos, los cuales desde hace un par de horas se han convertido en dos incontrolables manojos de nervios. Ante todo, hay que mantener la compostura, que lo último que quiere una es echarlo todo a perder en unos pocos segundos. Las apariencias mandan, una máxima en este país. Pues que manden. En esto, si ella quiere, no hay quien la gane. Quizás su problema con el alcohol no esté del todo solucionado, quizás su vida no esté tan en orden como ha hecho creer a los jueces... quizás sigue sin estar mentalmente preparada para lo que se le viene encima. Pero también quizás, y sólo quizás, nadie se dé cuenta. No al menos durante los escasísimos minutos que quedan antes de reencontrarse, al fin, con el único y verdadero amor de su vida: su hija. Porque, ¿qué son las bromas pesadas del destino y las putadas de la vida al lado del amor de madre? Exacto, nada. Y no hay que darle más vueltas.

Lástima que, en mayor o menor medida, todos seamos un imán con patas a la hora de atraer problemas. Las cosas, en el fondo, son muy sencillas, de acuerdo, pero en realidad no es así. Por ejemplo, Sara ha dado por fin con una pista definitiva para encontrar al padre de su hija, un golfo francés que la abandonó cuando se enteró de que estaba embarazada. Una fotografía, un logo corporativo y una dirección que apuntan en la misma dirección: Marsella. No hay que ser excesivamente perspicaz para llegar a la línea de meta. Sencillo... ¿demasiado, tal vez? Es cuando el poder magnético vuelve a hacer acto de presencia, y de repente... a la niña no le hace ni puñetera gracia volver a ver a Sara. Vaya, hombre. Paciencia... a toneladas. En fin, con esto ya podíamos contar, pero... ¿y si el coche que les ha proporcionado el medio-novio de ella (es complicado, sí) lleva un cargamento de cocaína que debe ser inmediatamente entregado a la mafia de la Côte d’Azur? De nuevo, problema a la vista, efectivamente se nos ha complicado el viaje.

El nuevo trabajo de Belén Macías es un trayecto incesante de sabores agridulces, resultante de esta combinación de sensaciones encontradas. Planteada a modo de road movie en la que el asfalto sirve de terreno para reflexionar sobre lo emparejados (o no) que están los lazos de sangre con la maternidad, además de catalizador de buena parte de las catarsis a las que actualmente puede aspirar la familia desestructurada media, funciona como un coche alemán (ya saben, aquellos que nunca se estropean) cuando tira de la autenticidad y pureza que le proporcionan unos recursos aparentemente mínimos que si están ahí es porque la situación los requiere con total naturalidad. Por el contrario, se comporta como un auto de la General Motors (es decir, aquellos que, después de tanto consumir, dejan al conductor tirado en la cuneta... si es que no lo han matado antes por una explosión inesperada) cuando se empeña en tomar rutas fuera-pistas que no figuran en ninguna carta de navegación, es decir, cuando pudiendo seguir por el camino más recomendado, decide complicarse innecesariamente la vida.

Por cierto, entre unos vehículos y los otros, seguramente se encuentren los nuestros, o por qué no decirlo así: nosotros mismos. Entre el discreto (pero muy estimable) acierto y el fracaso más estrepitoso. Entre la conducción más fina y profesional, y la más peligrosamente torpe. Las virtudes de 'Marsella' quedan rápidamente empañadas por un puñado de malas decisiones que, si se piensa bien, y si directamente se hubiera prescindido de ellas, para nada hubieran dejado coja una historia que igualmente habría conseguido sus propósitos. Así, la dirección técnicamente notable de Macías y la firme interpretación de una María León que decididamente ha clavado sus ojazos en una posición dentro de su oficio mucho más elevada (y hay más puntos a favor...), se pierden en la memoria por la manía de la banda sonora en subrayar el drama, por las -artificiosas- añadiduras trágicas... por esta convicción tan nuestra de que sin tremendismo no hay infierno, o dicho en otras palabras, por esa auto-imposición suicida a complicarse la vida.

Por ejemplo, la trama del narcotráfico, aparte de sobrar, lleva en más de una ocasión a un ridículo demasiado provocador a la risa nerviosa. Otro, los amagos de incursión en la manidísima guerra de clases tiene unos efectos totalmente nocivos, la mayoría de ellos sintetizables en uno de los choques de trenes más tontos imaginables: la burguesa moderna propone a su hija irse juntas de compras; la barriobajera de toda la vida le dice también a la hija (la misma) que se pongan guapas pa' luego ir a bailar. Y así queda el asunto. Tiempo hay de sobras pues, para lamentar que el acertado sentido estético de la directora y coguionista no se imponga con más contundencia o sentido, que las escenas compartidas entre madre(s) e hija no se prolonguen un poco más, que no se siga ahondando en la insoportable (pero a la vez algo esperanzadora) peste del sudor que emana de cada miembro de esta familia devastada en la que, irónicamente, podemos vernos en cierto modo reflejados. Pero por encima de todas estas quejas, una mucho más vociferante: con lo sencillo (y certero) que habría podido llegar a ser... ¿era realmente necesario complicarse tanto?

Nota: 4,5 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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