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'La línea invisible' - El nacimiento de una nación

Vía El Séptimo Arte por 06 de abril de 2020
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Requiere un gran esfuerzo centrarse plenamente en cualquier tarea cuando no puedes evitar estar pensando de una u otra manera en aquello que "está allí fuera". En lo que se supone no nos deja "salir de casa" desde hace ya unos cuantos días. En aquello en lo que también pensamos cuando viendo en la televisión cualquier ficción, pasada o actual, vemos a alguien hacer algo tan en teoría inocente como tocarse la boca o la nariz con la mano.

La sugestión.

Pero sí, se puede. Intentar centrarse, intentar abstraerse de la realidad. Y se puede además conseguir. De hecho, viendo 'La línea invisible' lo he conseguido. Apenas unos pocos minutos después de darle al play, ya me había sumergido en ese otro mundo pre-apocalíptico, tanto dentro como lo era fuera de la pantalla: En ese otro mundo que hasta hace no mucho tiempo era también el nuestro aunque no muchos parezcan (querer) recordarlo.

Viendo los seis episodios de 'La línea invisible' logré lo que no había logrado durante varias semanas, desconectar de la realidad. Desconectar por completo de nuestra realidad, la actual; la del ahora mismo para sumergirme y conectar a todos los niveles con otra, también tan nuestra como para que su recuerdo no resulte menos duro, o menos doloroso que la actual. Apasionadamente dura, dolorosa, y también apasionantemente trágica.

'La línea invisible' es de esas series que no puedes dejar de ver en cuanto la empiezas. Quieres seguir viéndola, devorándola del tirón y capítulo a capítulo sin apartar la mirada hacia lo que ya sabemos es un inevitable y trágico desenlace, seguido de un aún más duro epílogo de unos 40 años de duración. De lo mejor que he visto este año junto con la tercera temporada de esa maravillosa Sra. Maisel que sólo defrauda a sus padres.

Además, ignorante de mí, de frágil y acomodada memoria de clase media, que sufre lo indecible ya solo por no salir de unos 45 metros cuadrados con conexión a Internet de banda ancha, que aunque sea por los pelos pertenezco a esa sofistica generación llamada "millennial". Asombra ver cómo es posible guardar tanta distancia, tanto con un recuerdo aún de cuerpo presente como de una realidad que nos esculpe a imagen de su desidia e ignorancia.

El recuerdo, particularmente, de que más allá de lo que diga la historia, o de lo que digan unos y otros sobre la historia, que todos son (y somos) personas de carne y hueso que sangramos si nos rajan y al final, morimos. Mención compartida por la elegancia de una puesta en escena que te envuelve y traslada a esa otra España, ingenua y temerosa de Dios que aún podía salir de casa sin miedo a un virus, pero sobre todo (de nuevo) de sus propios vecinos.

Una puesta en escena coordinada por Mariano Barroso, quién tras su paso por 'El día de mañana' se confirma en 'La línea invisible' como uno de los mejores y más provechosos amigos de la ficción original de Movistar+. Un acabado y una presencia, en todos los sentidos, tan robusta y elegante como para que por fin aquella afirmación de que por aquí no se hacen series como las de BBC o HBO quede reducido a una leyenda urbana de dudosa credibilidad.

Credibilidad, la que tiene de sobra una serie que por otro lado ni toma partido ni se posiciona sobre quiénes son los buenos ni quiénes son los malos. Una serie, que como las buenas series moldea a sus personajes como seres de carne y hueso, cada uno con sus luces y sombras y su propia "verdad" que los humaniza ante un espectador que puede, y al que se invita a interpretar los hechos más allá del sesgo de su credo, afiliación, interés o religión.

Ciertamente, da que pensar este fiel reflejo, sino de la historia si de una realidad alejada del arquetipo de héroes y villanos al que tiende la propaganda egoísta y partidista, poco dada a la autocrítica y el análisis racional y humano. 'La línea invisible' es una serie más que notable no sólo por su estupenda factura audiovisual, una banda sonora brillante y un reparto coral generoso en su esfuerzo por aportar volumen a este mosaico poliédrico.

Lo es, también por el sumo respeto hacia el espectador, su inteligencia y humanidad, así como hacia una historia que de forma orgánica y piadosa se convierte en universal. En una trágica historia tan universal como tan nuestra que verdaderamente, duele. Duele mucho. Porque en realidad no es una ficción, sino el recuerdo y la representación de esa maldita realidad empeñada en utilizar nuestras diferencias para golpearnos con saña y alevosía.


Por Cruz Sánchez & Juan Pairet
@Wanchopex



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